Sobre patrimonio, catálogos y comisiones (bis)
Aunque, más despacio, trataré de hilvanar una respuesta a la propuesta peregrina de elaborar un catálogo de “edificios con valor sentimental y/o histórico”, no me resisto a transcribir aquí mi opinión al respecto que, hace ya veinticinco años, publiqué en Europa Sur, siendo Teniente de Alcalde el Alcalde actual, Sr. Landaluce.
Imagen enlazada desde la noticia publicada en Europa Sur el 16 de octubre.
Sobre patrimonio, catálogos y comisiones
No es posible fijar la fecha en que será demolido el último inmueble “vivo” que conserve, para el futuro, el recuerdo de la Algeciras de los siglos XVIII, XIX y primer tercio del siglo XX. Pero parece cierto que podemos datar el inicio de la desaparición de la Algeciras de “arcaica arquitectura pueblerina de puerta y ventana” hacia principios de la década de los sesenta, para dar paso a una ciudad de moderna arquitectura de “miradores de puente de mando de un moderno trasatlántico”, predicha con entusiasmo en la Guía Oficial de Algeciras de 1962, patrocinada por el Excmo. Ayuntamiento. Hasta entonces, Algeciras - así es, en mi recuerdo y en los de mis amigos de edades próximas a la mía – era continuación de la Algeciras de las láminas reproducidas no hace mucho por Europa Sur, la Algeciras que aún puede evocarse (evitando pensar en el abandono que sufre y el destino triste que le espera) encarando la confluencia de la calle Ventura Morón y el Callejón del Ritz desde la Plaza Alta. A buen seguro que, entre los felices veinte y los sesenta de los planes de estabilización y desarrollo, y habida cuenta que también Algeciras sufrió la guerra (dicen los viejos que salieron a escape tras el levantamiento que, los que se quedaron, contaban que el bombardeo de la ciudad por el acorazado Jaime I dejó Algeciras “pa sembrá papas”), cayeron y se levantaron muchas de las casas del pueblo, desaparecieron hermosos edificios religiosos (como el Convento de los Mercedarios) y se construyeron magníficos edificios civiles (como el Mercado de Abastos), pero el pueblo era el mismo, eran los mismos el ambiente urbano y el perfil de sus paredes y tejados recortado en un cielo todavía cercano.
Fuera o no a principios de los sesenta, en paralelo con la expansión de la ciudad más allá de los límites del casco antiguo comenzó la destrucción indiscriminada del patrimonio arquitectónico algecireño - promovida por quienes, para su beneficio, asocian desarrollo a especulación urbanística. En menos de veinte años alcanzó tal magnitud que, en el año ochenta, un año después de las primeras elecciones democráticas, pareció necesario elaborar un catálogo de edificios singulares que permitiera conservar lo que hubiera sobrevivido a la carcoma especulativa.
El catálogo, obra del algecireño Carlos Gómez de Avellaneda - de cuyo contenido tengo conocimiento porque fue incorporado por el Instituto de Estudios Campogibraltareños (IECG) a su propuesta de mejora al avance del Plan General Municipal de Ordenación - , da referencia de treinta y seis edificios (o restos de edificios) de carácter religioso, militar o civil de uso público, unos romanos (hornos del Rinconcillo), otros medievales (restos árabes del Hotel Cristina, sector sur de la muralla de la Villa Vieja, Plaza del Coral), alguno más de los siglos XV o XVI (Torre de San García), la mayor parte de los siglos XVIII y XIX, y tres de este siglo (Hotel Cristina, Mercado Torroja y Nueva Escuela de Artes y Oficios). Incluye asimismo una relación de sesenta y siete casas de valor singular de las que detalla las características que las hacen dignas de conservación. En total más de cien elementos que constituían el hilo conductor de la historia de la ciudad. En general puede decirse que los edificios religiosos o civiles de uso público se conservan, y que los restos de Murallas, Torres, Fuertes, y Molinos son cada vez menos restos pero siguen estando disponibles para futuros estudios.
Sin embargo no ha ocurrido lo mismo con los otros sesenta y siete edificios, casas de valor singular que definían la personalidad de la ciudad y el ambiente de sus calles y plazas. Entre 1980 y 1999 han desaparecido cuarenta y nueve, todas ellas provistas de su correspondiente certificado de defunción - en forma de licencia de obras, expediente de ruina, o expediente de legalización - extendido por la autoridad urbanística del momento.
Yo no tengo evidencia de que el catálogo se incorporase al plan de ordenación urbana aprobado en 1981 porque no he visto este documento (y no me resulta fácil conseguir información de temas urbanísticos en el Ayuntamiento) pero tengo información fidedigna de primera mano que indica que el catálogo fue empleado por la delegación de Urbanismo en los primeros años ochenta para frenar el derribo y la desaparición de los edificios incluidos en el mismo. Pese a todo, entre el año 1980 - fecha de elaboración del catálogo - y el año 1991 - fecha en que se aprobó definitivamente el Texto Refundido del Plan General de Ordenación Urbana (TRPGOUA) actualmente en vigor, en fase de revisión - fueron derribados diecinueve de las casas de los siglos XVIII y XIX, y sustituidos por “modernos” edificios de alta rentabilidad económica, quizás con todas las de la ley.
Cuando en Agosto de 1991 se aprobó definitivamente, el TRPGOUA convirtió en instrumento legal para la conservación del patrimonio arquitectónico el catálogo de D. Carlos Gómez de Avellaneda, actualizado naturalmente. En efecto, su Título V establece normas de conservación y de rehabilitación “para todas las edificaciones calificadas como de valor singular - el capítulo 3 - y de valor ambiental -el capítulo 4 - en el plano del Patrimonio Arquitectónico del Casco Antiguo y en las relaciones incluidas en el respectivo capítulo. Y en esa lista, en ese catálogo - porque catálogo no es sino una lista de cosas (en nuestro caso edificaciones) puestas en orden - definitivo de edificios a conservar y rehabilitar, amparados por las leyes vigentes, de obligado cumplimiento para todos, incluso para las autoridades municipales de la ciudad, están todos los edificios de la lista de Gómez de Avellaneda que habían sobrevivido hasta el momento. Habían desaparecido los diecinueve destruidos en los diez años anteriores y aparecido alguno nuevo (aportación de los redactores para disimular probablemente el vacío que la inepcia de unos y la codicia de otros había creado en la lista del año 80).
Prueba de que la ley sola no basta, prueba de que además es preciso querer hacer cumplir la ley, es el hecho que - con instrumento legal para proteger el cada vez más escaso patrimonio - entre la aprobación del TRPGOUA (Agosto de 1991) y el año en curso (1999) han sido destruidos otros veinte edificios del Catálogo de Gómez de Avellaneda, del catálogo instrumento legal que debió permitir conservar el casco antiguo. Esta vez, los responsables del urbanismo de la ciudad certificaron - dando las oportunas licencias de derribo, o de obras o de lo que fuera - la defunción, la destrucción, en contra de la legalidad vigente, para merma de nuestro patrimonio y beneficio de los mismos de siempre. Por fortuna, gracias a la sensibilidad de muchos, nuestra historia y nuestro patrimonio se han enriquecido notablemente con los restos de la muralla norte de la Villa Nueva y la puerta de Gibraltar. Por desgracia para todos, y para enriquecimiento de unos pocos, nos hemos quedado ahí.
Actualmente se está revisando el PGOUA. El Ayuntamiento ha inflado un globo - con centenares de millones de pesetas dentro - llamado (tal vez para dar la impresión de que se crea todo de la nada) Plan General Municipal de Ordenación (PGMO), destinado a dar cobertura legal a todas las chapuzas, todos los convenios, todos los desafueros cometidos contra el actual plan vigente. Igual que en 1991, se ha incluido en el plan un nuevo catálogo (un trabajo muy bien documentado: los recursos disponibles en 1999 son infinitamente mejores - y también hay que pagarlos más caros - que los disponibles en 1980) que, igual que en 1991 (no podía ser de otro modo), vuelve a recoger los edificios “vivos” todavía (muchos de ellos moribundos) del catálogo de 1980. También hoy, el redactor del plan incluye en el catálogo nuevos edificios que hacen menos ridícula la lista y también deja fuera los veinte edificios demolidos haciendo posible que la aprobación del nuevo planeamiento signifique la amnistía de los depredadores de nuestro patrimonio. En el nuevo catálogo no están edificios singulares de nuestra historia que hoy todavía son solares y que mañana serán otro buen negocio.
La nueva legalidad - el nuevo catálogo - permitirá que quienes han autorizado el derribo del número 8 de la calle General Castaños (por recordar el penúltimo desafuero) no se sientan legalmente culpables cuando en lugar de las dos torres-mirador del siglo XVIII aparezca una planta abuhardillada de áticos retranqueados, a 20 millones cada uno. Derribo con la licencia de la Gerencia de Urbanismo, con la aprobación del pleno del Ayuntamiento(pese a las denuncias de los ciudadanos), con el informe favorable del arquitecto municipal que, aun conociendo el deber de acondicionamiento, mantenimiento y mejora que imponía el TRPGOUA para el edificio, decidió - en reunión con el Redactor del Plan - que podía derribarse el edificio para hacer viable el mantenimiento de las fachadas que, según él, eran “el único elemento que justifica la catalogación”.
Es evidente que la aprobación de un catálogo no garantiza en modo alguno la protección del patrimonio arquitectónico, sobre todo cuando el gobierno y la administración municipal hacen abstracción de, o interpretan sesgadamente, lo establecido en los planes que aprueban – y que son las leyes que deben cumplir y hacer cumplir – cuando la protección del patrimonio común entra en conflicto con los intereses particulares.
Solo sería posible impedir la desaparición de nuestro pasado estableciendo un régimen urbanístico especial para la toma de decisiones que conciernan al patrimonio arquitectónico, un régimen que, para la concesión de licencias de actuación urbanística en elementos patrimoniales, declarara obligado – además de todos los actualmente exigibles - el informe final favorable de una Comisión de Defensa del Patrimonio, en las que solo tuvieran voz y voto los representantes elegidos por las asociaciones sociales, culturales y profesionales con interés legítimo.
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