El río de la Miel

(Publicado en Europa Sur el 2 de agosto de 1994)

El río estaba ahí cuando el primer antepasado de los europeos actuales cruzó, hace cuatrocientos mil años, el Estrecho. Hércules también vio el río cuando vino al confín del mundo para abrir el camino de Occidente. Con el tiempo, tras la leyenda, llegaron los barcos de fenicios y griegos que, en la bahía, recuperaron fuerza y repusieron agua - de nuestro río - en su ruta al estaño. Los romanos se quedaron. En la margen derecha del río creció la primera Algeciras que basó su progreso en la mar - astilleros, salazones - y que del río recibió su savia.

Pero al río lo bautizaron los árabes (así lo cuenta el cronista de la ciudad): por primera vez se le nombra Río de la Miel, y la magia del nombre condensa toda la esencia del río.

Durante siglos - habitadas, o no, sus márgenes - el río sobrevivió; dio vida a huertas y jardines y depuró vertidos y residuos de un pueblo que, a principios de siglo, tenía poco más de diez mil habitantes. El crecimiento del puerto y la ciudad - se cumple ahora el primer centenario del muelle de madera sobre su margen izquierda - fue destruyendo el río, metro a metro, desde su desembocadura a Pajarete, y el río que fue miel se convirtió en cloaca.

El puerto de Algeciras a finales del siglo XIX

Hace ahora veinte años - y de acuerdo con la cultura de la época - escondimos nuestras vergüenzas: enterramos el río. La mierda estaba allí, pero no olía, no se veía, no molestaba. A cambio de la desaparición del que probablemente fue razón de ser de la ciudad, a los responsables del puerto y la ciudad de entonces se les llenó la boca con la gran avenida que nacería de la muerte del río y que haría de las dos Algeciras, la Villa Vieja y la Villa Nueva, una gran ciudad única unida.

El Puerto - los responsables del Puerto - cubrió el río (igual que acabará hormigonando la bahía) y se lo apropió. Durante veinte años, por una razón o por otra, el antiguo cauce y sus alrededores han sido hurtados a todos los ciudadanos, y repartido a particulares como si en lugar de un bien común fuese propiedad privada. Y así, lo que debió ser una avenida emblemática, se convirtió a lo largo de los años, en un solar en el que - por obra y gracia de la Junta de Obras del Puerto en su día o por concesión generosa de la Autoridad Portuaria hoy, y ante la indiferencia o la incapacidad de los sucesivos gobiernos municipales - han ido aposentándose la Oficina de Turismo, un negocio de aparcamientos, y varios contenedores convertidos en viviendas prefabricadas (en algunos casos, tan ilegales como las ocupaciones de parcelas en los montes municipales de Pelayo).

Veinte años después no solo no hay tal avenida sino que los responsables actuales del puerto y la ciudad hipotecan aún más su futuro - decidiendo unos construirlo y permitiendo los otros que se construya - con un nuevo muro de separación entre la ciudad y el mar.

Veinte años después la ciudad está más dividida que antes del cubrimiento del río: Hasta no hace mucho tiempo por las servidumbres estratégicas del ferrocarril al puerto; ahora, cuando la tiranía de RENFE ha desaparecido, porque así lo quieren la Autoridad Portuaria y el Ayuntamiento.

Veinte años después, cuando una nueva cultura - la de la conservación, la del respeto por la naturaleza, la de la regeneración para el futuro (hasta el río de una ciudad como Londres ha resucitado) - sugiere, solo sugiere, la posible recuperación del río, o en cualquier caso la dignificación de lo que fueron su cauce y sus riberas, los responsables del puerto crucifican de nuevo a la ciudad, aplicando la ley del más fuerte mientras el Alcalde de la ciudad nos consuela ofreciéndonos una colección de postales.

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